27/07/2012

De nuevo en la Ciudad


La historia y la intrahistoria capitalina sufrieron entonces un radical viraje. Después del Golpe Militar; los «graffiti» fueron borrados; se abolió la noche por decreto; las expresiones ciudadanas fueron apagadas; el toque de queda y la ausencia de barbas díscolas imprimieron a la sociedad un aspecto castrense: Santiago se hizo tan previsible como las páginas de un silabario. Paralelamente, los empresarios no encontraban motivos para construir en una capital exánime.

El gobierno militar, fiel a su doctrina económica, liberó el crecimiento urbano y las edificaciones treparon alegremente por Providencia, El Golf, La Reina, Las Condes y Vitacura (lo hacían también por Maipú y La Florida), hasta toparse de bruces con la Cordillera. A estas alturas, la metrópoli poseía un cuerpo de gigante y una cabeza de enano. Sin la referencia a un centro bien cohesionado, la gran ciudad perdía articulación y sentido.

En el fervor de la expansión general, no se afrontaron a fondo los problemas de la comuna. Se realizaron algunas importantes intervenciones puntuales, como la peatonalización de Huérfanos, Ahumada y Tenderini; el arreglo de parte de la ribera sur del Mapocho; la recuperación de la Casa Colorada, el Museo de Arte Precolombino en el antiguo recinto de la Real Aduana, y de otros monumentos arquitectónicos; la restauración de la Plaza Mulato Gil; la construcción de algunas torres cercanas a la Plaza de la Constitución y al cerro Santa Lucía.

El terremoto de marzo de 1985 evidenció el deterioro de los barrios más antiguos y se creó la Corporación para el Desarrollo de Santiago, institución de derecho privado cuya finalidad era revitalizar la comuna después del desastre. La Corporación es presidida por el alcalde y reúne a representantes de universidades, empresas, entidades financieras, asociaciones de vecinos. Es un instrumento esencial para la Municipalidad, y en los últimos años del gobierno militar fue todavía poco utilizada. De hecho, los efectos del terremoto quedaron como una enorme cicatriz sobre la piel de adobe de cientos de modestas casas de principios de siglo.

Durante esta etapa de decadencia casi terminal, algunos escritores jóvenes hicieron de Santiago el escenario de desgarradas novelas. Relatos como «Santiago cero» de Carlos Franz, «El infiltrado» de Jaime Collyer, «La secreta guerra santa de Santiago de Chile» de Marco Antonio de la Parra, «Santiago, cita capital» de Guadalupe Santa Cruz, «Amanece que no es poco» de Mili Rodríguez, se pasearon por la sonámbula capital de los años 70 y 80, midieron el alcance de su desamparo. La presentaban como una trampa tendida por fuerzas secretas y malignas. La vejación sistemática de un territorio tan querido es expresada por el protagonista de la novela «Natalia» de Pablo Azócar; con una amargura mucho más dolorosa que la de Edwards Bello tres décadas antes: «Santiago», escribe Azócar, «tenía la peculiar vocación de ultrajarse a sí misma. Se diría que la ciudad se empecinaba en detectar los resabios que le quedaban de belleza para pisotearse precisamente ahí. La oscuridad de sus actores nos tenían sin cuidado».

La reinstalación de la democracia en Chile, desde marzo de 1990, devolvió a Santiago algo de su espíritu. Ante todo, su nombre reapareció en el mapa político, académico y cultural del mundo. Numerosos conciertos, congresos, exposiciones, ferias, torneos, seminarios y visitas de Estado daban cuenta del retorno de la capital chilena al circuito internacional de los eventos y debates.


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