06/07/2012

Santiago: de Aldea a Ciudad


Hubo una primera ciudad de Santiago levantada lenta y penosamente entre 1550 y 1647. Tal fue la ciudad barroca o la ciudad deleitosa a la que se refería aquel contemporáneo que en carta al Virrey del Perú, fechada en 1571, intentaba explicar por qué un socorro de soldados se enredaba en ella, en lugar de partir a la guerra. Era también una ciudad convertida en “albergue de holgazanes y baldíos”, donde “el vicio a sus anchuras mora”, como lo dice en 1596 el poeta Pedro de Oña. Pero era, sobre todo, la ciudad de las residencias con “espaciosas salas blanqueadas”, según afirmaba el cronista González de Nájera en 1614, o aquella con muchos “edificios de casas altas de vecino”, “todo muy bien enmaderado y de mucho valor”, según estipulaban los inventarios notariales.

En vista de que Santiago quedó arrasada por el terremoto magno de 1647, los residentes, al refundarla, se esmeraron en reconstruir una urbe más sólida. A partir de ese momento se alzaron contundentes edificaciones de un piso que, rodeadas por calles cuadriculadas, suministraban una silueta residencial característica, apenas interrumpida por las fachadas de las iglesias y la elevación de algunos campanarios.

Pese a la ocurrencia de un nuevo gran sismo en 1730, Santiago (que en 1779 contaba aproximadamente con treinta mil habitantes) exhibió signos de adelantos en los años finales del siglo XVIII. Contribuyeron a ello la nueva prosperidad del trigo, por una parte, y, por otra, la llegada de ingenieros y arquitectos españoles y extranjeros que realizaron la primera gran remodelación que conoció la capital. Animados por las mejoras urbanas introducidas bajo la gobernación de Ambrosio O’Higgins, construyeron conjuntos más sólidos y seguros, como la casa del Conde de la Conquista o el edificio de la Real Audiencia, mientras que obras de infraestructura vial, entre las que destacan la inauguración del camino carretero Santiago-Valparaíso y la del Canal San Carlos; elevaron la categoría de la ciudad, proporcionándole una elegancia sobria donde predominaba el estilo arquitectónico neoclásico.

Santiago creció significativamente en las décadas siguientes a la emancipación, y a mediados del siglo XIX, era una ciudad de unos noventa mil habitantes. Residencial y burocrática, se nutría con la acción de un Estado que se afirmaba y que expandía lentamente sus funciones, pero también con la prosperidad comercial de Valparaíso, el desarrollo minero del Norte Chico y, a fines de los años 40, con la incipiente bonanza agrícola ligada a la fiebre del oro californiana. De este modo, hacendados, comerciantes, mineros y funcionarios se congregaban en la capital, remozaban sus viviendas, refinaban sus costumbres y se abrían tímidamente a los usos e ideas europeos.

Mientras Santiago acumulaba beneficios y dificultades derivados de su liderazgo nacional, Benjamín Vicuña Mackenna, historiador, escritor, político, modernizador y viajero impenitente, era persuadido por su amigo el Presidente Federico Errázuriz de asumir la Intendencia de Santiago. Convencido finalmente, Vicuña Mackenna impulsó entre 1872 y 1875 una decidida occidentalización de la trama urbana consolidada. Su programa, que buscaba transformar Santiago, incluía, en lo fundamental, el trazado de nuevas avenidas y la apertura de calles tapadas, la remodelación del cerro Santa Lucía, el establecimiento o la ampliación del suministro de agua potable, el arreglo de mercados y mataderos, la construcción de nuevas escuelas, la reforma y el mejoramiento del presidio de la ciudad, y el otorgamiento de ciertos beneficios a la policía urbana. Y, también, el progreso de los barrios populares.

Para descargar a los barrios centrales del exceso de tráfico y crear en el borde urbano una red de paseos interconectados, Vicuña Mackenna propuso y construyó el célebre Camino de Cintura. Otros adelantos de esta época son la instalación de los primeros teléfonos en 1880, y el alumbrado eléctrico en la Plaza de Armas y algunos edificios del centro en 1883.


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