27/07/2012

Entre dos utopí­as urbanas


Fuente: “Santiago Plaza Capital”
Autor: Rafael Otano Garde

Santiago del Nuevo Extremo, como todas las ciudades nacidas al calor de la conquista española, fue erigida como producto de un sueño. Se alojó, antes que sobre la materialidad del terreno, en la fantasía del papel y de los reglamentos provenientes de la metrópoli. Las utopías urbanísticas del Renacimiento (especialmente la utopía de Tomás Moro, de 1516) encontraron su ocasión dorada en este Nuevo Mundo que permitía a los europeos proyectar su recién entrenada modernidad. Contra lo que se suele creer, las emergentes ciudades coloniales constituían la vanguardia del pensamiento racional, la punta de lanza del clasicismo que resurgía en las cortes europeas. Paradójicamente, en la América de naturaleza excesiva se ensayaba el modelo urbano que los humanistas del Viejo Mundo estaban promoviendo.

Más de un siglo antes, en 1420, habían sido descubiertos los escritos de Vitrubio, el gran arquitecto del tiempo de Augusto. Sus páginas propiciaron un replanteamiento profundo del urbanismo del Quattrocento. La exigua respuesta que el padre de la arquitectura occidental obtuvo, según parece, entre sus contemporáneos, fue compensada por el culto casi idolátrico que le profesaron los renacentistas. Estos, apoyándose en las teorías del maestro, aprendieron a concebir la ciudad como plasmación de una idea previa. Según Vitrubio, existía la ciudad ideal, orgánicamente diseñada, con la lógica inflexible de un cuerpo o de una máquina. La ciudad, como diría Leonardo de la pintura, era cosa «mentable». No estaba abandonada al arbitrio. Aparecía, así, un estilo de urbanismo internacional «avant la lettre» que pretendía conformar una ciencia, si no exacta, al menos estricta.

Los humanistas vendieron con entusiasmo esta visión a unos príncipes devorados por la fiebre constructora. A la España de los Reyes Católicos y de Carlos V llegaron las vibraciones de la nueva época, y América sirvió de semillero de unos revolucionarios conceptos, que tan útiles eran en esos años desbordantes de la Conquista. En seguida los conceptos, transformados en ordenanzas, operaron como un arma política formidable.

Santiago tuvo, pues, su hora cero en que de la tinta pasó a la realidad. Su trazo y su destino se fraguaron en la mente de los burócratas peninsulares que ganaban su sueldo controlando meticulosamente a los alucinados aventureros del otro lado del Atlántico. Había que imponer orden, claridad. Había que teledirigir sin contemplaciones los espacios ganados para el imperio. La racionalidad era la norma. Con este objetivo, se apeló al seguro recurso de la cuadrícula como módulo básico para definir los ámbitos urbanos. La cuadra (ínsula, como la llamaban los romanos) se fue reproduciendo «a cordel y regla» hasta formar cientos de clónicas ciudades-damero a lo largo de todo el continente. Santiago fue una de ellas. La sucesión de edificios bajos, el ritmo cadencioso de las calles repetidas a distancia fija, provocaban en el paseante un hipnótico vértigo horizontal. Era la mejor metáfora de la existencia rutinaria y algo somnolienta de los largos años de la Colonia.

Las diferencias entre los nuevos poblados las proporcionaban el paisaje y la meteorología. Y en este punto la ciudad fundada por Pedro de Valdivia era privilegiada. Se asentaba al pie de la ineluctable hierofanía de los Andes. Gozaba de la sucesión armoniosa de cuatro equilibradas estaciones. Los pequeños cerros interiores servían de mirador y atalaya. Había vegetación variada, posibilidad suburbana de frutos agrícolas. Solo el temperamental río Mapocho, cuyo caudal oscilaba entre la rabia y la desgana, ponía una nota maníaco-depresiva a un perfil urbano tan insoportablemente ecuánime. También estaban los temblores, que otorgaban un margen de azar y de tragedia.

Durante siglos, la crónica menuda de Santiago se deslizó a través de la monotonía de sus acequias y sus desnudas calles, y dio vueltas de noria en torno a la provinciana Plaza de Armas. En derredor de este perfecto cuadrilátero sin edificaciones, tutelado por todas las sedes del poder, las casillas del damero se reproducían trabajosamente.

En 1818, aquel polvoriento poblachón recién convertido en capital no llegaba a albergar cincuenta mil almas. Después de la Independencia, el perímetro fundacional trazado por la Cañada, el Mapocho y el cerro Santa Lucía se fue extendiendo por el flanco abierto del poniente, y también se fueron ensanchando los límites por el norte y por el sur; vadeando el río y trasponiendo la Alameda de las Delicias. El crecimiento por el oriente fue el último que prendió en la ciudad, aunque iba a ser el más poderoso.

Desde 1891 la expansión fue tal que se crearon sucesivamente las nuevas comunas de Ñuñoa, San Miguel, Maipú, Renca, Providencia, Las Condes y Quinta Normal. Con la Ley de Autonomía Municipal promulgada aquel año, los nuevos concejos pudieron ofrecer terrenos en condiciones favorables para atraer a los vecinos de la capital. Eran espacios netamente residenciales, que respondían a los requerimientos de los distintos niveles socioeconómicos. Rodeaban Santiago, que se afirmaba como centro neurálgico y punto obligado de referencia para acceder a servicios administrativos, financieros, comerciales, docentes y recreativos.

La burguesía recién enriquecida construyó allí sus nuevas mansiones con arquitectura y mobiliario europeos, y dotó a su capital de edificios simbólicos de prestigio, como el Congreso, la Biblioteca Nacional, el Palacio de Tribunales y el Club Hípico. Se levantaron los nuevos barrios de La Bolsa, Brasil, París-Londres, Villavicencio, y los pasajes comerciales del centro. No faltaron los pastiches parisinos del Petit- Palais y el Sacré-Coeur (Bellas Artes e Iglesia de los Sacramentinos), e incluso la curiosidad de una Alhambra de bolsillo. Santiago, manteniendo el trazado motriz de la cuadrícula, quedo impregnado por una feliz babel de estilos arquitectónicos que florecieron, sobre todo, en la entonces prospera zona poniente. Había argumentos para creer que el grueso de la aristocracia nacional había decidido asentarse sólidamente en la comuna.


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