A pesar de este panorama tan poco auspicioso, la capital disfrutó de un largo momento de gloria como ciudad soñadora, vinosa y abierta a los goces mundanos de la cultura. Fue en los decenios del 40 al 70, golpeados por la desmesura, cuando las gentes de dinero partieron con sus bibliotecas, sus baúles coloniales, sus platerías inglesas y sus jarrones chinos; el vacío espiritual fue llenado por una vibrante explosión de la literatura, el arte, el periodismo y otras disciplinas poco lucrativas. La Universidad de Chile, desde su solemne arquitectura decimonónica, era la institución más acreditada del país y aparecía como un fomento de actividad intelectual proyectada hacia toda América Latina y como un antídoto a tanta desmemoria. La Universidad Católica había ganado también gran prestigio. Eran años inquietos, y muchos políticos, académicos y artistas nacionales y extranjeros arribaban ilusionados a la capital.
Surgió un cierto fervor noctámbulo y bohemio. Locales como el Café Iris, El Bosco y El Pollo Dorado, nutrían de anécdotas y de saludables odios literarios las agitadas sobremesas. El grupo La Mandrágora, capitaneado por Braulio Arenas, perpetraba sus atentados surrealistas contra el Parnaso Oficial, comenzando por Neruda y su cohorte. Nicanor Parra publicaba en la vitrina del restaurante El Naturista sus críticas-quebrantahuesos. La «Generación del 50» invadía el Parque Forestal desde el Palacio de Bellas Artes. Allí se concentraba Luis Oyarzún, José Donoso, Enrique Lihn, Jorge Edwards, Enrique Lafourcade, Claudio Giaconi y Alejandro Jodorowsky… En torno a librerías, teatros universitarios y amplias salas de cine recién construidas se agrupaba un bullicioso mundo cultural que animaba los lugares públicos, convirtiéndolos en una tentación para el ocio, el encuentro y el debate. Hubo tertulias envenenadas, famosas apuestas, crímenes poético-pasionales. Aquella «troupe» heterogénea se divertía con sus propias representaciones al aire libre. Fueron los felices años locos de Santiago.
La adrenalina política anegó la vida del final de los 60 y del comienzo de los 70. Los muros de la ciudad sirvieron de soporte a la expresión de las más coloristas utopías del momento, hasta el reventón de septiembre de 1973.