Pero entre los años 30 y 40 de esta centuria comenzó a producirse una silenciosa estampida de las clases acomodadas, que se desplazaban en dirección a la Cordillera. Las familias de sociedad abandonaban sus elegantes residencias de los barrios Brasil, Ejército y Dieciocho… Desertaban de sus antiguos rincones de infancia y de la entrañable Europa criolla que ellos mismos habían creado. Las siguieron gentes de sectores medios contagiadas por el mismo virus cordillerano. Decían adiós a un estilo de convivencia entre frívolo y patriarcal, a una vida de austeros patios interiores y de festivas calles compartidas. Bajo el reclamo de la exclusividad e imitando el ejemplo de los inmigrantes extranjeros (ingleses y alemanes, principalmente), buscaban espacios al aire libre, los placeres bucólicos de la ciudad-jardín. El Gran Santiago estalló a ritmo acelerado en todas direcciones, creció olvidándose de sí mismo, huyendo en continua mudanza de su historia más profunda. Se prefiguraba una ciudad discriminante e invertebrada, tal como ha llegado a ser.
Mientras tanto, la comuna-capital, con una tendencia contraria a la predominante en la exitosa periferia, experimentaba una pérdida de vecinos. Si al comenzar la década del 30 superaba el medio millón de habitante, en el año 1940 la población descendía a cuatrocientos cuarenta mil, en el 52 había bajado a cuatrocientos treinta mil, y en el 60 a cuatrocientos mil. La caída vertiginosa aconteció entre 1960 y 1982, cuando Santiago se hundió en los doscientos treinta mil habitantes. La comuna-capital, como otros centros capitales del mundo, disminuía su población.
Este dramático declive demográfico fue acompañado, inevitablemente, por un descalabro urbanístico. El despoblamiento de la comuna se manifestó en el descuido de los espacios comunitarios y en la invasión de misceláneos negocios que rompían la armonía de la vía pública. Numerosas mansiones señoriales fueron divididas y subarrendadas, o dedicadas a talleres y bodegas. Fachadas, veredas y plazas de muchas partes de la ciudad sufrieron las consecuencias de la masiva deserción de sus primitivos usuarios. La inversión se congeló (se concentró, sobre todo, en la dinámica zona oriente), barrios enteros fueron abandonados a su suerte y abundaron los sitios eriazos. Los residentes que quedaron (y quedan) son, en general, personas de bajos recursos que han tenido que acomodarse a un entorno habitacional degradado. Escritores del Santiago profundo, como José Donoso, Jorge Edwards o Isabel Allende, han retratado el apogeo y la crisis de las casas de sus abuelos. Esos inmuebles encantados son lugares proclives al delirio, los restos de un naufragio que ha nutrido el realismo mágico propio de Chile.
El dramaturgo Egon Wolff describe así la casa-escenario de su obra teatral «Fue en su tiempo, a comienzos de siglo, una buena propiedad de promisorio barrio de arrabal residencial. Los antojos urbanísticos desviaron, sin embargo, el cauce del crecimiento de la ciudad, y lo que prometió ser el refugio de una pudiente burguesía es hoy tan sólo un rincón de adobe y polvo que resiste difícilmente el abandono de la civilización».
Es la voz de la nostalgia, de un trauma que por dos generaciones acongojó a las clases dirigentes santiaguinas. Ellas mismas convirtieron sus espacios de gloria en parajes fantasmas, en los cuales se cebó la indolencia.
En un artículo de 1963 sobre Santiago, Joaquín Edwards Bello, el más ácido cronista de la ciudad, arremetía contra la lacra de lo que él llamaba el «imbunchismo», «esas fuerzas secretas enemigas de la hermosura». Ponía ejemplos de su maléfica acción: «Así», dice, «pasó con la Pérgola de las Flores de la Plaza San Francisco. Esa joya fue mutilada y conducida al lugar más feo de Santiago. Nuestro cerro Santa Lucia es otro monumento hermoso acechado por el imbunchismo. Poco a poco lo desnaturalizan…. La Casa Colorada, el llamado Palacio Arzobispal, el Pasaje Edwards, las estaciones Central y Mapocho, han visto sepultar sus fachadas bajo kilos de avisos, de pinturas diversas, de telones comerciales de pésimo gusto».
Edwards Bello, amante burlado del Santiago de la primera mitad de siglo, hablaba desde el recuerdo de una ciudad que se le esfumaba y que ya no podía reconocer como suya. Él, a pesar de todo, no capituló y siguió viviendo en la envejecida zona, antes aristocrática, del Poniente, hasta su muerte en 1968.
Santiago Centro adquirió muy mala prensa. Se afianzó la opinión de que la capital era un lugar feo, ruidoso, contaminado e inseguro. Se lo consideraba el receptáculo de lo decadente, de lo pasado de moda, del mal gusto. Vivir en sus calles no proporcionaba ningún prestigio social y muchos pequeños funcionarios preferían sufrir incómodos traslados de una hora -mañana y tarde- antes que instalarse en alguna vivienda del centro, cerca de su pupitre de trabajo. Los empresarios que estaban construyendo frenéticamente en las demás comunas se sentían dichosos de esta mala fama que tantos beneficios les reportaba. Se cayó en la caricatura: el río Mapocho fue asociado con la suciedad, el cerro Santa Lucía con la violación y el hurto, la Quinta Normal con la marginación y la pobreza. Los viejos clanes hacían circular profecías autocumplidas, proyectaban la mala conciencia que les causaba la infidelidad a sus raíces. Un muro de prejuicios se había levantado a las puertas invisibles de Santiago. Iba a ser muy difícil derribarlo.